domingo, diciembre 11, 2005

Crisis de Identidad: los veinteañeros sabemos de esto



"Las apariencias engañan". No es un consejo, sólo es parte de nuestra historia. Cuando algo apuntó a ser definitivo, nunca lo fue. Cuando por fin quise calma el mundo entero fue frenético e imparable. Yo buscaba algo, aún no sé é.

Tomé la "gran decisión" de cambiar mi vida. Sentada al borde de la cama y con una convicción única dije que éste sería el último día en que abriría mis ojos y vería, como siempre, mi par de calcetines favoritos, todavía húmedos, sobre el piso que parece abandonado. "Soy una persona adulta, debo hacerme cargo, por lo menos, de que la ropa sucia tenga el destino que corresponda", me dije.
Claro que cuando desperté todo seguía igual. Di gracias al cielo por seguir en casa de mi madre, por no tener que preocuparme por esos imperceptibles y, por qué no decirlo, adorables detalles que en sueños corren tras de mi, pero que en realidad sólo significan placer en un mágico estado.
Cuando la adolescencia llegó a mi vida - creo que nunca quise que así fuera- para mi madre todo fue un caos. Lo primero que hice fue exigir a las monjas un centro de alumnos que se paseaba como fantasma en mi cabeza. Un par de actos políticos "poco adecuados para señoritas" lograron que mi amada progenitora pasara gran parte del año en las oficinas del colegio. Cuando la lucha por el poder terminó (ya había logrado mi objetivo) una extraña tendencia hippie acompañó parte de mi crecimiento: mi vestimenta, mi forma de hablar y mi abultado cabello oscuro, más largo y desordenado que lo acostumbrado, caracterizaron esta etapa que también marcó el inicio de raros y libres amores. Mi madre, nuevamente, guardaba silencio. Por supuesto, también quise ser artista: un par de amigos y mi fiel guitarra acompañaron varios viajes en micro. Otra vez, mi salvadora, sólo se preocupaba de que comiéramos y llegáramos temprano a casa. Al tiempo quise actuar, obtuve el papel principal en la obra "Antros de Miseria" de la compañía de teatro La Shala ¡Cómo olvidar a mi madre sentada en primera fila! Después de muchos años creo encontrar respuestas: me aburría rápidamente o, se plano, sufría de trastornos de personalidad.
A ratos parecía hiperactiva, pero drásticamente, y sin aviso, me calmaba de una manera enfermiza. Podía pasar días sentada en el rincón de mi habitación escribiendo y leyendo: quise escribir poesía. Como si estuviese bajo condena mi madre sólo cumplía el rol de alimentarme e inexplicablemente sólo vivir para sonreír. ¡Todo pasa! Cuando mi inquietud "por el otro" nació dediqué varios meses a recorrer Santiago regalando la leche que padre traía a casa en grandes cantidades para nosotros. Siempre he creído en los pequeños gestos y, otra vez, la mejor de mis cómplices cubrió mi espalda.
Quise patinar. Dos años me empeñé en ser profesional, pero un pequeño accidente me detuvo. Cuando parecía entristecer una nueva idea apareció: "tengo que conocer el mundo"- fue una exageración- , a los 17 hice un largo viaje por Chile. Conocí a un millón de personas, no me excedo: un millón. Cada dos días llamaba a casa para confirmar que aún seguía viva. Gracias a mi madre, y a su eterna paciencia, siempre me he sentido absolutamente libre. Pero la mejor de todas mis obsesiones fue cuando la Ufología se inscribió en este registro: sí, creo en la vida extraterrestre. Podrán imaginar que fui la excusa perfecta para las carcajadas de mis hermanos, pero no los culpo porque de verdad quise dedicar mi vida a los misterios de una supuesta vida inteligente en otros planetas. Pero esta fue mi adolescencia: ilógica y aparentemente irremediable.
Cuando llegó el momento de decidir qué haría con el resto de mi vida un inofensivo presentimiento de que moriría joven calmó mi sentencia. ¿Quién no ha pensado en que morirá joven? Bueno, pues yo sí.
Fui la emblemática política escolar, la hippie sin argumento, la frustrada cantante independiente, la promisoria actriz de turno, la desolada y novata poetiza, la desinteresada luchadora social, la deportista mártir, la eterna turista y, para cerrar el círculo, fui la extraña mujer que pasó horas mirando el cielo. Concluí todo proyecto emprendido, logré disfrutar plenamente de todo lo vivido y, aunque no lo crean, mi madre jamás tuvo un mal gesto para mí. Nunca me sentí perdida ni desorientada, hasta ahora. Cada vez que hago el recuento de la cantidad de cosas, muy diversas por cierto, que hice durante mi adolescencia, me espanto. Fui una maldita maniática.
A pesar de la crisis, hoy sólo hay quietud. Quizá hacen falta nuevos sueños. Tal vez soy tan feliz que no necesito ir hacia ningún lugar, ni mucho menos cuestionar mis aún infantiles conductas. Me gusta vivir con mis padres, tener la ropa sucia en el suelo, apilar libros sobre un empolvado escritorio y en la mañana ver el tazón que la noche anterior no fui capaz de llevar a la cocina. Me encanta no tener ganas de bailar, odiar el reggaeton y no sentirme culpable de ello, mirar raro a las mujeres que tiñen su cabello rubio y guardar más silencio del que jamás imaginé. Quizás estoy en busca de mi identidad, en realidad creo que esto sí es una crisis.
Pero tengo fe en que pasará y que me sentiré una mujer normal: ¿Quién sabe?, a lo mejor, algún día, por fin creceré -espero que no mucho-, me casaré y tendré hijos, seré la mujer responsable que todo el mundo quiere que sea. Si tengo suerte tal vez ya no existirán las polaridades en mi conducta. Espero seguir guardando este silencio que
, en realidad, jamás imaginé.

Romina Rojas C.
[Gracias Romina y sigue colaborando con EL NICHO]

2 Comments:

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4:20 p. m.  
<$BlogCommentAuthor$> dijo...

<$BlogCommentBody$>

4:30 p. m.  

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